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vida el rescate de la mía, y el cascavel ha sido grande!...» La travesía sigue por valles, mesetas y montañas, entre el cierzo, la nieve y los cálidos vientos del desierto; entre la espera y la desesperación; bajo el sol ardiente de Andalucía o en la calígine de las montañas de Asturias o de Aragón. En Argamasilla de Alba, las parihuelas se abren paso paso entre la multitud que rodea la carroza del monarca a quien vitorea el pueblo; es decir, el conjunto de las autoridades y de los sacros colegios. Las parihuelas llegan hasta el estribo de la carroza donde está erguido Don Fernando saludando a diestro y siniestro con su enorme sombrero aragonés. Furioso el monarca por el atrevimiento del esqueleto insepulto, grita a sus guardias: ¿Quién es ese fantoche? El Almirante se incorpora en su lecho ambulatorio y con voz fuerte le replica: ¡El que dio a Vuestra Alteza el imperio de Yndias! Cree el Rey que es broma de mal gusto de un loco. Cierra la portezuela con estrépito y manda a sus edecanes proseguir la marcha. En medio del camino, bajo una nube de polvo, rodeado por soldados de la escolta real, queda el Almirante con sola su alma en las angarillas llenas de barro y miseria. Por primera vez llora de rabia el Almirante. Le vuelven los estornudos de cuando cardaba lana en la tejeduría paterna. Los paletos han huido. Vendrán después, cuando se les haya pasado el susto, a recuperar al amo en la alcaldía del pueblo donde el Almirante ha dado de nuevo con sus huesos en una celda. Poco después, como remate de sus infortunios, se entera de la muerte de la Reina. Escribe a su hija, la princesa y ahora Reina Juana, la siguiente carta de pésame. Alteza Serenísima: Duélenme el cielo y la tierra en el corazón, y conduélome con toda mi alma de su aflicción por la muerte de Su Majestad la Reina Isabel. La infausta nueva me ha llegado hoy por mediación de los mendigos que me- rodean la casa de asilo en esta ciudad de Toledo donde me han recluido con calidad de loco incurable. El dolor por la muerte de su madre, la Reina, se suma así al sufrido por la muerte de su eminente esposo, el archiduque Felipe, de cuya hermosura el mundo entero se hace lengua de exaltación y alabanza. Dí- cenme que este dolor bifronte ha turbado su razón. Lo que es otra manera de muerte aún más terrible que el definitivo acabamiento. Su locura es pues honor que Su Alteza Serenísima hace a la extrema sensibilidad de sus sentimientos. El mundo antiguo quédale debiendo a la venerada Reina, su madre, un nuevo mundo; su Alteza, la vida, alta aunque acongojada que ella le dio, y yo estos despojos de una vida acabada que he puesto con fervor y plenitud hasta el fin della a su servicio y honor. Tal circunstancia en cierto modo nos hermana en la infinita misericordia de Dios Nuestro Señor; a Su Alteza, en lo más alto, y a este siervo suyo, en lo más bajo de su dolor y abatimiento. Permítome escribir a Su Majestad estas líneas con mano ya temblorosa e inhábil, aunque respetuosa y vasalla, para arrimar y poner mi dolor a los pies del suyo, inabarcable. Lo hago en momentos en que ya tam- bién mi vida se extingue sin mengua ni pérdida para nadie. Ayer me dieron la extremaunción, y hoy escribo ésta: el tiempo es breve, las esperanzas menguan, y con todo eso llevo la vida sobre el deseo que tengo de vivir para ver, como en profecía, el esplendor de su Reinado. No se conturbe Su Alteza Serenísima por las sombras que han caído sobre su alma, que la locura es el más alto don que Dios concede a sus elegidos. Yo he vivido loco y muero cuerdo, por manera que conozco este tránsito en que el alma transida se abre por fin luminosa al sosiego de la cordura sin abjurar ni abominar los delirios de la noche del alma. Beso a Su Alteza los pies y pido a Dios Nuestro Señor le otorgue consolación en su dolor y un rayo de luz de su Divina Providencia en las sombras que injustamente ensombrecen su alma. Parte LII EL ALMIRANTE SE DESPIDE Ayer, el cura de las Trinitarias ha sido llamado a escape (al convento trinitario le faltan aún cien años para ser fundado). Le ha oído en confesión casi póstuma y le ha dado la extremaunción. La confesión ha resultado un poco gritada pues el trinitario es medio sordo. Salió el cura, y con la ecuanimidad de su celo apostólico el santo varón dijo: Verdaderamente se muere y verdaderamente está cuerdo el que fue loco caballero navegante. Bien podemos llamar al escribano para que dicte su testamento. Ya lo tiene hecho hasta en sus menores detalles y con todas las mandas agregadas en más de un millar de codicilos se apresuró a decir con fingida naturalidad Hernando, el hijo natural habido con Beatriz Henríquez de Arana. Hernando lucía, melancólico, la soberbia hermosura de la madre. En lugar de carnicerías iba a ocuparse, andando el tiempo, en la biografía y testamentaría de su ilustre padre, ya que el último deseo de éste no fue tenido en cuenta en los pleitos de dos siglos. Se apretujaron alrededor del lecho el dicho Hernando; Bartolomé, el hermano; los dos Diegos, hijo y hermano; el cura de las Trinitarias; el seminarista y futuro obispo de Chiapas, Bartolomé de las Casas, su antiguo joven amigo y futuro exégeta; el Ama y la Sobrina, que le salieron al Almirante de sus mostrencas familias españolas, y a las que legará dos papeles sin mayor importancia en el mas grande libro de historias fingidas que leerán los siglos. No falta el Barbero que le ha despejado el rostro del matorral ceniciento de su barba. Desde Canarias ha llegado el gaviero Rafael, hijo de doña Pepina Palma, a quien el Almirante llama mi Arcángel canario, y de quien se siente padre adoptivo. El gaviero viene de enterrar a su madre en Fuerteventura. El Almirante adivina en el rostro del huérfano la triste nueva. Oprime su mano en la suya cadavérica. También han llegado los siete Sancho-Panzas, que lo transportaron en la frustrada peregrinación tras el rey Fernando, y que ya se disponen a cargar el féretro del Almirante con el mismo vigor ambulatorio que pusieron en las parihuelas. Señores dijo el Almirante con el último aliento, que parecía venir
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