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hab�an sonado unas pisadas que hac�an temblar el pavimento.
-Ah� est� el ingl�s -dijo entre dientes el flamenco; y se puso un
poco p�lido.
En efecto, era Ronzal.
Pepe Ronzal -alias Trabuco, no se sabe por qu�- era natural de
Pernueces, una aldea de la provincia. Hijo de un ganadero rico,
pudo hacer sus estudios, que ya se ver� qu� estudios fueron, en la
capital. Aficionado al monte, como Vinculete al tresillo, desde la
adolescencia, ni durante las vacaciones quer�a volver a Pernueces,
ganoso de no perder ni unas jud�as. No pudo concluir la carrera.
No bastó la tradicional benevolencia de los profesores para que
Trabuco consiguiera hacerse licenciado en ambos derechos.
-Testamento... ello mismo lo dice, es el que hacen los difuntos.
Adem�s de Trabuco le llamaban el Estudiante, por una
antonomasia irónica que �l no comprend�a.
Pasó el tiempo; murió el ganadero, Pepe Ronzal dejó de ser el
Estudiante, vendió tierras, se trasladó a la capital y empezó a ser
hombre pol�tico, no se sabe a punto fijo cómo ni por qu�.
Ello fue que de una mesa de colegio electoral pasó a ser del
Ayuntamiento, y de concejal pasó a diputado provincial por
Pernueces. Si nunca pudo sacudir de s� la pr�stina ignorancia, en
el andar, y en el vestir y hasta en el saludar, fue consiguiendo
paulatinos progresos, y se necesitaba ser un poco antiguo en
Vetusta para recordar todo lo agreste que aquel hombre hab�a
sido. Desde el a�o de la Restauración en adelante pasaba ya
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Leopoldo Alas, �Clar�n�
Ronzal por hombre de iniciativa, afortunado en amores de cierto
g�nero y en negocios de quintas. Era muy decidido partidario de
las instituciones vigentes. Se peinaba por el modelo de los sellos
y las pesetas, y en cuanto al calzado lo usaba fort�simo, blindado.
Cre�a que esto le daba cierto aspecto de noble ingl�s.
�-Yo soy muy ingl�s en todas mis cosas -dec�a con �nfasis-,
sobre todo en las botas�.
Militaba en el partido m�s reaccionario de los que turnaban en
el poder.
�-Dadme un pueblo sajón -dec�a-, y ser� liberal�.
M�s adelante fue liberal sin que le dieran el pueblo sajón, sino
otra cosa que no pertenece a esta historia.
Era alto, grueso y no mal formado; ten�a la cabeza peque�a,
redonda y la frente estrecha; ojos montaraces, sin expresión,
asustados, que no mov�a siempre que quer�a, sino cuando pod�a.
Hablar con Ronzal, verle a �l animado, decidor, disparatando con
gran energ�a y entusiasmo, y notar que sus ojos no se mov�an, ni
expresaban nada de aquello, sino que miraban fijos con el pasmo
y la desconfianza de los animales del monte, daba escalofr�os.
Era de buen color moreno y ten�a la pierna muy bien formada.
En lo que se hab�a adelantado a su tiempo era en los pantalones,
porque los tra�a muy cortos. Siempre llevaba guantes, hiciera
calor o fr�o, fuesen oportunos o no. Para �l siempre hab�a el
guante sido el distintivo de la finura, como dec�a, del se�or�o,
seg�n dec�a tambi�n. Adem�s, le sudaban las manos.
Aborrec�a lo que ol�a a plebe. Los republicanitos ten�an en �l
un enemigo formidable. Un d�a de San Francisco no puso
colgaduras en los balcones del Casino el conserje. Ronzal, que era
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La Regenta
ya de la Junta, quiso arrojar por uno de aquellos balcones al
m�sero dependiente.
-�Se�or -gritaba el conserje-, si hoy es San Francisco de Paula!
-�Qu� importa, animal? -respondió Trabuco, furioso-. �No hay
Paula que valga: en siendo San Francisco es d�a de gala y se
cuelga!
As� entend�a �l que serv�a a las Instituciones.
Con rasgos como �ste fue haci�ndose respetar poco a poco.
Lo que es cara a cara ya nadie se re�a de �l. No le faltó
perspicacia para comprender que el mundo daba mucho a las
apariencias, y que en el Casino pasaban por m�s sabios los que
gritaban m�s, eran m�s tercos y le�an m�s periódicos del d�a. Y se
dijo:
�Esto de la sabidur�a es un complemento necesario. Ser� sabio.
Afortunadamente tengo energ�a -ten�a muy buenos pu�os- y a
testarudo nadie me gana, y disfruto de un pulmón como un
manolito (monolito, por supuesto). Sin m�s que esto y leer La
Correspondencia ser� el Hipócrates de la provincia�.
Hipócrates era el maestro de Platón, maestro al cual nunca
llamó Sócrates Trabuco, ni le hac�a falta.
Desde entonces leyó periódicos y novelas de Pigault-Lebrun y
Paul de Kock, �nicos libros que pod�a mirar sin dormirse acto
continuo. O�a con atención las conversaciones que le sonaban a
sabidur�a, y sobre todo procuraba imponerse dando muchas voces
y quedando siempre encima.
Si los argumentos del contrario le apuraban un poco, sacaba lo
que no puede llamarse el Cristo, porque era un rotin, y
blandi�ndolo gritaba:
185
Leopoldo Alas, �Clar�n�
-�Y conste que yo sostendr� esto en todos los terrenos!, �en
todos los terrenos! [ Pobierz całość w formacie PDF ]
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