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Yo estaba tan preocupado por Jonas que esta interrupción me irritó; un momento, pero Jonas murmuró: Sí, es una historia muy antigua, y el héroe había dicho al rey, su padre, que si fracasaba regresaría a Atenas con velas negras. No estoy seguro de lo que significaba esa observación, y tal vez estaba delirando; pero, puesto que fue casi lo último que oí decir a Jonas, creo que he de registrarla aquí, así como he transcrito la fantástica historia que llegó a provocarla. Durante un rato la niña y yo tratamos de que volviera a hablar. No lo hizo, y al fin desistimos. Pasé el resto del día sentado junto a él, y después de aproximadamente una guardia, Hethor cuyas pocas luces, como yo había supuesto, fueron pronto agotadas por los prisioneros se unió a nosotros. Hablé con Lomer y Nicarete, que dispusieron que durmiese en el lado opuesto de la estancia. Digamos lo que digamos, todos sufrimos a veces de perturbaciones del sueño. Es cierto que algunos apenas duermen, y otros que lo hacen copiosamente juran que no. Algunos se ven inquietados por sueños incesantes, y a unos pocos afortunados suelen visitarlos sueños deliciosos. Algunos dirán que durante algún tiempo durmieron mal, pero que se han «restablecido», como si la consciencia fuera una enfermedad, y quizá lo sea. En mi caso, normalmente duermo sin tener sueños memorables (aunque en ocasiones los tengo, como sabrá el lector que me haya acompañado hasta aquí), y es raro que despierte antes de la mañana. Pero esa noche dormí de un modo tan diferente que a veces me he preguntado si a eso puede llamársele dormir. Tal vez se tratara de otro estado, parecido al sueño; igual que los alzabos, que cuando han comido carne humana parecen hombres. Si fue el resultado de causas naturales, lo atribuyo a una combinación de circunstancias desafortunadas. Yo, acostumbrado toda mi vida a trabajos duros y a ejercicios violentos, había estado todo el día recluido y sin nada que hacer. El cuento del libro marrón me había afectado la imaginación, a la que aún estimulaba más el propio libro y sus conexiones con Thecla, así como el conocimiento de que ahora me encontraba dentro de la mismísima Casa Absoluta, de la que ella me había hablado tanto. Tal vez lo más importante era la preocupación por Jonas y la sensación de acabamiento (que a lo largo del día se había acrecentado en mí) me oprimía la mente. Yo me decía que este lugar era el final de mi camino, que nunca llegaría a Thrax, que nunca más volvería a encontrar a la pobre Dorcas, que ni devolvería jamás la Garra ni me desharía de ella, y que el Increado, a quien servía el dueño de la Garra, había decretado que yo, que tantos prisioneros había visto morir, terminara mis días como tal. Dormí, si así puede decirse, sólo un momento. Tuve la sensación de caerme; un espasmo, el agarrotamiento instintivo de quien es arrojado desde una alta ventana, tiró de mis extremidades. Cuando me incorporé sentándome, sólo vi oscuridad. Oía la respiración de Jonas, y tanteando con los dedos vi que aún seguía sentado, con la espalda apoyada contra la pared. Me eché y volví a dormirme. O más bien intenté dormir y pasé a ese vago estado que no es sueño ni vela. En otras ocasiones me había parecido agradable, pero no entonces, pues era consciente de la necesidad de dormir y consciente de que no dormía. Sin embargo, no era «consciente» en el sentido habitual del término. Oía tenues voces en el patio de la posada, y presentía de algún modo que pronto repicarían las campanas y sería de día. Mis extremidades volvieron a sacudirse, y me senté. Por un momento imaginé que había visto el destello de una llama verde, pero no hubo nada. Me había cubierto con mi propia capa; me deshice de ella y en ese instante recordé que estaba en la antecámara de la Casa Absoluta y que había dejado muy atrás la posada de Saltus, aunque Jonas aún se encontraba a mi lado, apoyado de espaldas contra la pared, con la mano buena detrás de la cabeza. El pálido borrón que yo le veía en la cara era el blanco del ojo derecho, aunque respiraba suspirando como si estuviese dormido. Yo me encontraba aún demasiado adormilado para querer hablar, y tenía el presentimiento de que de todas formas no me contestaría. Volví a echarme, y me rendí a la irritación de ser incapaz de dormir. Pensé en el ganado que era conducido por Saltus y conté las ovejas de memoria: ciento treinta y siete. Luego los soldados subieron desde el Gyoll. El posadero me había preguntado cuántos eran, y yo dije una cifra al azar, pero hasta ahora nunca los había contado. Tal vez él era un espía, o tal vez no. El maestro Palaemón, que tanto nos había enseñado, nunca nos enseñó a dormir; jamás ningún aprendiz había necesitado aprender a dormir después de un día entero de recados, y de trabajos de limpieza y cocina. Todas las noches durante media guardia alborotábamos en nuestros aposentos y después dormíamos como los ciudadanos de la necrópolis hasta que él venía a despertarnos para que limpiáramos los suelos y quitáramos las aguas sucias. Sobre la mesa donde el hermano Aybert corta la carne hay una fila de cuchillos. Uno, dos, tres, cuatro, cinco, seis, siete cuchillos, todos ellos con hojas más ordinarias que el del maestro Gurloes. A uno le falta un remache en la empuñadura. Otro tiene la empuñadura un poco quemada porque en una ocasión el hermano Aybert lo puso sobre el horno... De nuevo me encontré muy despierto, o así lo pensé, y no sabía por qué. Junto a mí, Drotte dormitaba tranquilo. Una vez más cerré los ojos y traté de dormir como él. Trescientos noventa peldaños desde el piso inferior hasta nuestro dormitorio. ¿Cuántos más hasta la habitación donde palpitan los cañones en lo alto de la torre? Uno, dos, tres, cuatro, cinco, seis cañones. Uno, dos, tres niveles de celdas ocupadas en las mazmorras. Una, dos, tres, cuatro, cinco, seis, siete, ocho alas en cada nivel. Una, dos, tres, cuatro, cinco, seis, siete, ocho alas en cada nivel. Una, dos, tres, cuatro, cinco, seis, siete, ocho, nueve, diez, once, doce, trece, catorce, quince, dieciséis, diecisiete celdas en cada ala. Uno, dos, tres barrotes en el ventanuco de la puerta de mi celda. Me desperté sobresaltada y con una sensación de frío, pero el sonido que me había perturbado no era más que el golpe de una portezuela muy abajo en el corredor. Junto a mí, Severian, mi amante, reposa con el sueño fácil de la juventud. Me senté pensando encender una vela y observar durante un momento el fresco colorido de esa cara cincelada. Cada vez que regresaba a mí, en esa cara brillaba una mota de libertad, y en cada ocasión yo la cogía y soplaba sobre ella y la tenía contra mi pecho, y en cada ocasión ella suspiraba y moría; pero en alguna ocasión no, y entonces, en lugar de hundirme más, bajo esta carga de tierra y metal, yo me elevaba a través del metal y la tierra hacia el viento y el cielo. O eso es lo que me decía. Si no era verdad, aún me seguía quedando una única alegría, la de recogerme en esa mota.
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