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los tienen. Mire, podríamos acusarlo de obstrucción
a la justicia. Con sus influencias, ¿cuánto tiempo
tendríamos que suplicar hasta conseguir una orden
que nos permitiera tenderle una trampa? Y en caso de
que lo condenaran, ¿de qué nos serviría? Ahora bien,
está usando una correduría de apuestas deportivas.
 Comprendo -dijo Crawford-. La Comisión para el
Juego de Nevada podría pinchar el teléfono o
apretarles las tuercas a los de la correduría de
apuestas para que nos dieran la información que
necesitamos, o sea, a quién van dirigidas las
llamadas.
Starling asintió.
 Ya ve que he dejado tranquilo a Mason, tal como me
ordenó.
 Sí, ya lo veo -dijo Crawford-.
Puedes decirle a Mason que esperamos ayuda de la
Interpol y de la embajada brasileña. Dile que
necesitaremos mandar gente allí y empezar a
organizar la extradición. Lo más probable es que
Lecter haya cometido crímenes en Sudamérica, así que
más vale que pidamos la extradición antes de que la
policía de Río empiece a hojear sus propios ficheros
empezando por la ce de  canibalismo . Si es que está
en Sudamérica. Starling, ¿no te enferma hablar con
Mason?  No tengo más remedio que acostumbrarme.
Usted me proporcionó una buena introducción a la
materia cuando encontramos aquel  flotador en
Virginia Occidental. ¿Cómo puedo hablar así  aquel
flotador Era un ser humano, y se llamaba Fredericka
Bimbel; y sí, Mason me enferma. Hay un montón de
cosas que me enferman últimamente, Jack.
Sorprendida de sí misma, Starling se quedó callada.
Hasta aquel momento nunca se había dirigido al jefe
de unidad Jack Crawford por su nombre de pila ni
había tenido la intención de llamarlo  Jack , y
haberlo hecho la asombraba. Estudió el rostro del
hombre, un rostro que tenía fama de inescrutable.
Crawford asintió con una sonrisa triste que más
parecía una mueca.
 A mí también, Starling. ¿Quieres un par de tabletas
de PeptolBismol para tomártelas antes de hablar con
Mason? Mason Verger no se molestó en ponerse al
teléfono. Un secretario agradeció a Starling el
mensaje y dijo que su jefe le devolvería la llamada.
Pero Verger no se puso en contacto con ella
personalmente. Para aquel hombre, que estaba varios
puestos por encima de Starling en la lista de
notificaciones, la comprobación de la radiografía ya
no era una novedad.
Capítulo 14.
Mason supo que su placa de radiografía correspondía
al brazo del doctor Lecter bastante antes que
Starling, porque sus fuentes del Departamento de
Justicia eran mejores que las de la agente especial.
Mason recibió un  e-mail firmado  Token287 . Era la
segunda contraseña empleada por el ayudante para el
Comité Judicial de la Cámara de Representantes del
congresista Parton Vellmore. A su vez, en la oficina
de Vellmore se había recibido un  e-mail procedente
de Cassius 199, la segunda contraseña de Paul
Krendler en el Departamento de Justicia.
La confirmación había puesto a Mason en un estado de
gran agitación.
Aunque no creía que Lecter estuviera en Brasil, la
radiografía probaba que el doctor tenía en la
actualidad el número normal de dedos en la mano
izquierda. Este dato corroboraba una nueva pista
sobre su paradero procedente de Europa. Mason estaba
convencido de que la información provenía de alguien
que trabajaba en las fuerzas del orden italianas, y
era el rastro más sólido de Lecter en los últimos
años.
Mason no tenía intención de compartir aquella pista
con el FBI. Gracias a siete años de esfuerzos
sostenidos, acceso a archivos federales reservados,
distribución exhaustiva de pasquines, libertad
respecto a restricciones internacionales y enormes
sumas de dinero, Mason había tomado la delantera al
FBI en la persecución de Lecter. Sólo compartía
información con el Bureau cuando necesitaba explotar
sus recursos.
Para guardar las apariencias, ordenó a su secretario
que atosigara a Starling con llamadas para
interesarse por el desarrollo de la investigación.
La agenda informática de Mason obligó al secretario
a llamarla al menos tres veces al día.
Mason giró inmediatamente cinco mil dólares a su
informante de Brasil para que siguiera la pista de
la radiografía. El fondo para gastos que envió a
Suiza era mucho mayor, y estaba dispuesto a
aumentarlo en cuanto recibiera informes
consistentes.
Estaba casi seguro de que su fuente europea había
localizado a Lecter, pero le habían dado gato por
liebre muchas veces y estaba escarmentado.
Pronto tendría pruebas tangibles.
Hasta entonces, para aliviar la agonía de espera,
Mason se ocupó de lo que ocurriría cuando el doctor
estuviera en su poder. Las disposiciones necesarias
también habían requerido su tiempo, porque Mason era
un estudioso del sufrimiento...
Las elecciones de Dios a la hora de infligir dolor
no nos resultan satisfactorias ni comprensibles, a
no ser que aceptemos que la inocencia lo ofende. Es
evidente que necesita ayuda para encauzar la furia
ciega con que flagela a la Humanidad.
Mason acabó comprendiendo el papel que le
correspondía en el plan divino durante el duodécimo
año de su parálisis, cuando ya no era más que una
piltrafa que apenas abultaba bajo las sábanas y supo
que no volvería a levantarse. Su anexo en la mansión
de Muskrat Farm estaba acabado y disponía de medios,
aunque no ilimitados, porque el patriarca de la
familia, Molson Verger, seguía llevando las riendas.
Eran las Navidades del año en que Lecter escapó.
Vulnerable a los sentimientos que suelen provocar
las Navidades, Mason lamentaba con amargura no haber
dispuesto lo necesario para que Lecter fuera
asesinado en el manicomio. Sabía que, dondequiera
que se encontrara, el doctor Lecter estaría
moviéndose a su antojo y, casi con toda seguridad,
pasándoselo en grande.
Mientras tanto, él yacía bajo un respirador,
cubierto de los pies a la cabeza con una manta suave
y vigilado por una enfermera que se moría de ganas
por sentarse. Le habían traído en autobús a un grupo
de niños pobres para que cantaran villancicos. Con
permiso del médico, le abrieron brevemente las
ventanas al aire fresco y, bajo ellas, con velas en
la mano, los niños cantaron.
En la habitación de Mason, las luces estaban
apagadas y, en el cielo oscuro sobre la granja, las
estrellas parecían muy cercanas.
Pueblecito de Belén, ¡qué tranquilo pareces! Qué
tranquilo pareces, qué tranquilo pareces.
La letra del villancico parecía burlarse de Mason.
 ¡Qué tranquilo pareces, Mason! Asomadas a su
ventana, las estrellas navideñas guardaban un
silencio opresivo. Las estrellas no le contestaban
cuando alzaba hacia ellas su ojo encapsulado y
suplicante, ni cuando intentaba hacer un gesto en su
dirección con los dedos que podía mover.
Mason se sentía incapaz de respirar.
Si se estuviera asfixiando en el espacio, pensó, lo
último que vería serían esas mismas estrellas,
hermosas pero mudas y sin atmósfera. Se estaba
ahogando, pensó, su respirador no conseguía mantener
el ritmo, tenía que esperar para respirar las líneas
de sus constantes vitales, verdes como el árbol de
Navidad, pequeños y puntiagudos abetos en el bosque
nocturno de los monitores. Las agujas de sus
latidos, las agujas de la sístole, las agujas de la
diástole.
La enfermera se asustó, y a punto estuvo de pulsar
el timbre de la alarma y administrarle adrenalina.
Aquellas Navidades recibió la iluminación. Antes de
que la enfermera pulsara el timbre o le aplicara
medicación, las primeras y ásperas cerdas de su
venganza rozaron su pálida mano, que buscaba ansiosa
como el fantasma de un cangrejo, y consiguieron
calmarlo poco a poco.
En las comuniones navideñas de todo el mundo, los
fieles creen que, a través del milagro de la
transubstanciación, toman sangre y carne del propio
Cristo. Mason empezó a hacer los preparativos para
una ceremonia aún más impresionante, en la que la [ Pobierz caÅ‚ość w formacie PDF ]
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