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arrojando
agudos silbidos, y ora arrastrándose entre la menuda hierba,
ora
replegándose sobre sí misma para saltar, huyó de su vista,
escondiéndose
al fin entre unas zarzas.
-¡Allí está!, ¡allí está! -gritaba la condesa en su
horrible
pesadilla, señalando a sus servidores la zarza en que se había
escondido
el asqueroso reptil.
Cuando sus servidores llegaron presurosos al punto que la
noble dama,
inmóvil y presa de un profundo terror, les señalaba aún con el
dedo, una
blanca paloma se levantó de entre las breñas y se remontó a las
nubes.
La serpiente había desaparecido.
II
Teobaldo vino al mundo. Su madre murió al darlo a luz, su
padre
pereció algunos años después en una emboscada, peleando como
bueno contra
los enemigos de Dios.
Desde este punto, la juventud del primogénito de
Fortcastell sólo
puede compararse a un huracán. Por donde pasaba se veía
señalando su
camino un rastro de lágrimas y de sangre. Ahorcaba a sus
pecheros, se
batía con sus iguales, perseguía a las doncellas, daba de palos
a los
monjes, y en sus blasfemias y juramentos ni dejaba santo en paz
ni cosa
sagrada que no maldijese.
III
Un día que salió de caza y que, como era su costumbre,
hizo entrar a
guarecerse de la lluvia a toda su endiablada comitiva de pajes
licenciosos, arqueros desalmados y siervos envilecidos, con
perros,
caballos y gerifaltes, en la iglesia de una aldea de sus
dominios, un
venerable sacerdote, arrostrando su cólera y sin temer los
violentos
arranques de su carácter impetuoso, le conjuró, en nombre del
Cielo y
llevando una hostia consagrada en sus manos, a que abandonase
aquel lugar
y fuese a pie y con un bordón de romero a pedir al Papa la
absolución de
sus culpas.
-¡Déjeme en paz, viejo loco! -exclamó Teobaldo al oírle-;
déjeme en
paz; o, ya que no he encontrado una sola pieza durante el día,
te suelto
mis perros y te cazo como a un jabalí para distraerme.
IV
Teobaldo era hombre de hacer lo que decía. El sacerdote,
sin embargo,
se limitó a contestarle: -Haz lo que quieras, pero ten presente
que hay un
Dios que castiga y perdona, y que si muero a tus manos, borrará
mis culpas
del libro de su indignación, para escribir tu nombre y hacerte
expiar tu
crimen.
-¡Un Dios que castiga y perdona! -prorrumpió el sacrílego
barón con
una carcajada-. Yo no creo en Dios, y para darte una prueba voy
a
cumplirte lo que te he prometido; porque, aunque poco rezador,
soy amigo
de no faltar a mis palabras. ¡Raimundo! ¡Gerardo! ¡Pedro!
Azuzad la
jauría, dadme el venablo, tocad el alalí en vuestras trompas,
que vamos a
darle caza a este imbécil, aunque se suba a los retablos de sus
altares.
V
Ya, después de dudar un instante y a una nueva orden de su
señor,
comenzaban los pajes a desatar los lebreles, que aturdían la
iglesia con
sus ladridos; ya el barón había armado su ballesta riendo con
una risa de
Satanás, y el venerable sacerdote murmurando una plegaria,
elevaba sus
ojos al cielo y esperaba tranquilo la muerte, cuando se oyó
fuera del
sagrado recinto una vocería terrible, bramidos de trompas que
hacían
señales de ojeo, y gritos de -¡Al jabalí! -¡Por las breñas! -¡
Hacia el
monte! Teobaldo, al anuncio de la deseada res, corrió a las
puertas del
santuario, ebrio de alegría; tras él fueron sus servidores, y
con sus
servidores los caballos y los lebreles.
VI
-¿Por dónde va el jabalí? -preguntó el barón subiendo a su
corcel,
sin apoyarse en el estribo ni desarmar la ballesta. -Por la
cañada que se
extiende al pie de esas colinas -le respondieron. Sin escuchar
la última
palabra, el impetuoso cazador hundió su acicate de oro en el
ijar del
caballo, que partió al escape. Tras él partieron todos.
Los habitantes de la aldea, que fueron los primeros en dar
la voz de
alarma, y que al aproximarse el terrible animal se habían
guarecido en sus
chozas, asomaron tímidamente la cabeza a los quicios de sus
ventanas; y
cuando vieron desaparecer la infernal comitiva por entre el
follaje de la
espesura, se santiguaron en silencio.
VII
Teobaldo iba delante de todos. Su corcel, más ligero o más
castigado
que los de sus servidores, seguía tan de cerca a la res, que
dos o tres
veces, dejándole la brida sobre el cuello al fogoso bruto, se
había
empinado sobre los estribos y echándose al hombro la ballesta
para
herirlo. Pero el jabalí, al que sólo divisaba a intervalos
entre los
espesos matorrales, tornaba a desaparecer de su vista para
mostrársele de
nuevo fuera del alcance de su arma.
Así corrió muchas horas, atravesó las cañadas del valle y
el
pedregoso lecho del río, e internándose en un bosque inmenso,
se perdió
entre sus sombrías revueltas, siempre fijos los ojos en la
codiciada res,
siempre creyendo alcanzarla, siempre viéndose burlado por su
agilidad
maravillosa.
VIII
Por último, pudo encontrar una ocasión propicia, tendió el
brazo y
voló la saeta que fue a clavarse temblando en el lomo del
terrible animal,
que dio un salto y un espantoso bufido. -¡Muerto está! -exclama
con un
grito de alegría el cazador, volviendo a hundir por la
centésima vez el
acicate en el sangriento ijar de su caballo-; ¡muerto está!, en
balde
huye. El rastro de la sangre que arroja marca su camino. Y esto
diciendo
comenzó a hacer en la bocina la señal del triunfo para que la
oyesen sus
servidores.
En aquel instante el corcel se detuvo, flaquearon sus
piernas, un
ligero temblor agitó sus contraídos músculos, y cayó al suelo
desplomado
arrojando por la hinchada nariz cubierta de espuma un caño de
sangre.
Había muerto de fatiga, había muerto cuando la carrera del
herido
jabalí comenzaba a acortarse, cuando bastaba un solo esfuerzo
más para
alcanzarlo.
IX Pintar la ira del colérico Teobaldo sería imposible.
Repetir sus
maldiciones y sus blasfemias, sólo repetirlas, fuera
escandaloso e impío.
Llamó a grandes voces a sus servidores, y únicamente le
contestó el eco en
aquellas inmensas soledades, y se arrancó los cabellos y se
mesó las
barbas, presa de la más espantosa desesperación. -Le seguiré a
la carrera,
aun cuando haya de reventarme -exclamó al fin, armando de nuevo
su
ballesta y disponiéndose a seguir a la res; pero en aquel
momento sintió
ruido a sus espaldas, se entreabrieron las ramas de la espesura
y se
presentó a sus ojos un paje que traía del diestro un corcel
negro como la
noche.
-El cielo me lo envía -dijo el cazador, lanzándose sobre
sus lomos
ágil como un gamo. El paje, que era delgado, muy delgado, y
amarillo como
la muerte, se sonrió de una manera extraña al presentarle la
brida.
X
El caballo relinchó con una fuerza que hizo estremecer el
bosque; dio
un bote increíble, un bote en que se levantó más de diez varas
del suelo,
y el aire comenzó a zumbar en los oídos del jinete, como zumba
una piedra
arrojada por la honda. Había partido al escape; pero a un
escape tan
rápido que, temeroso de perder los estribos y caer a tierra
turbado por el
vértigo, tuvo que cerrar los ojos y agarrarse con ambas manos a
sus
flotantes crines.
Y sin agitar sus riendas, sin herirle con el acicate ni
animarlo con
la voz, el corcel corría, corría sin detenerse. ¿Cuánto tiempo
corrió
Teobaldo con él, sin saber por dónde, sintiendo que las ramas
le
abofeteaban el rostro al pasar, y los zarzales desgarraban sus
vestidos, y
el viento silbaba a su alrededor? Nadie lo sabe.
XI
Cuando, recobrado el ánimo, abrió los ojos un instante
para arrojar
en torno suyo una mirada inquieta se encontró lejos, muy lejos
de
Montagut, y en unos lugares para él completamente extraños. El
corcel
corría, corría sin detenerse, y árboles, rocas, castillos y
aldeas pasaban
a su lado como una exhalación. Nuevos y nuevos horizontes se
abrían ante
su vista; horizontes que se borraban para dejar lugar a otros
más y más
desconocidos. Valles angostos, herizados de colosales
fragmentos de
granito que las tempestades habían arrancado de la cumbre de
las montañas;
alegres campiñas, cubiertas de un tapiz de verdura y sembradas
de blancos [ Pobierz całość w formacie PDF ]
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