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veleidades de amor embrujado, carnal y enfermizo, corrompida por él mismo, sin saberlo, era una concubina, una odalisca loca; y, lo que era peor que todo: faltaba el hijo. Y en casa de Serafina, en casa de la pasión... no había la santidad del hogar, ni siquiera la esperanza de una larga unión de las almas. Los cantantes tendrían que marcharse el mejor día. Eran judíos errantes; ya era un milagro que entre abonos empalmados, truenos de compañías, semanas de huelga, prórrogas de esperanzas, ayudas del préstamo, acomodos del mal pagar y abusos del crédito, hubieran podido permanecer Mochi y la Gorgheggi meses y meses en el pueblo. El día menos pensado Bonis se encontraría en el cuarto de Serafina con las maletas hechas. «La de vámonos», diría Mochi, y él no tendría derecho para oponerse. No tenía un cuarto, no podía ofrecerles medios materiales para continuar en el pueblo; el arte y la necesidad soplaban como el viento, y se llevaban allá, por el mundo adelante, su pasión, el único refugio de su alma dolorida, necesitada de cariño, de caricias castas (como habían acabado por ser las de Serafina), de dignidad personal, que le faltaba al lado de su Emma; la cual sólo se humillaba por momentos en su calidad de bestia hembra, para ser enseguida, aun en el amor, el déspota de siempre, que sazonaba las caricias con absurdos, que eran remordimientos para el atolondrado marido. ¡Solo, solo se volvería a quedar en poder de Emma, en poder de las miradas frías, incisivas de Nepomuceno, el de las cuentas, en poder de Sebastián, el primo, y de todos los demás Valcárcel que quisieron hacer de él jigote a fuerza de desprecios! Despertó la Gorgheggi sonriente, sin dolor de muelas; agradeció a su Bonis que velara su sueño como el de un niño; y la dulzura de sentirse bien, con la boca fresca, harta de dormir, la puso tierna, sentimental, y al fin la llevó a las caricias. Mas fueron suaves; mezcladas de diálogos largos, razonables; no se parecían a las ardientes prisiones en que se convertían sus abrazos en otro tiempo. «Así, pensaba Reyes, debieran ser las caricias de mi esposa.» Serafina se había acostumbrado a su inocente Reyes y a la vida provinciana de burguesa sedentaria a que él la inclinaba, y a que daban ocasión su larga permanencia en aquella pobre ciudad y la huelga prolongada. Se iban desvaneciendo las últimas esperanzas de brillar en el arte, y Serafina pensaba en otra clase de felicidad. La falta de ensayos y funciones, la ausencia del teatro, le sabía a emancipación, casi casi a regeneración moral: como las cortesanas que llegan a cierta edad y se hacen ricas aspiran a la honradez como a un último lujo, Serafina también soñaba con la independencia, con huir del público, con olvidar la solfa y meterse en un pueblo pequeño a vegetar y ser dama influyente, respetada y de viso. Ya iba conociendo la vida de aquella ciudad, que despreciaba al principio; ya le interesaban las comidillas de la murmuración; hacía alarde de conocer la vida y milagros de ésta y la otra señora, y un día tuvo un gran disgusto porque Bonis no consiguió que se la invitara el Jueves Santo a sentarse en cualquier parroquia en la mesa de petitorio. Cantó una noche, con Mochi y Minghetti, en la Catedral, y sintió orgullo inmenso. Le andaba por la cabeza un proyecto de gran concierto a beneficio del Hospital o del Hospicio. A Mochi no le cayó en saco roto la idea; pero le torció el rumbo. Un gran concierto, sí, pero no a beneficio de los pobres, sino a beneficio de los cantantes, restos del naufragio de la compañía. Se dio a Minghetti, el barítono, noticia del proyecto, y le pareció magnífico. Él sugirió al tenor la ocurrencia de aprovechar aquel concierto para reanimar el instinto filarmónico de los vecinos: se habían cansado de ópera, bueno; pero ya hacía una temporada que se había cerrado el teatro; la Gorgheggi, apareciendo en traje de etiqueta en los salones de una sociedad, y cantando, sin Leopoldo Alas «Clarín»: Su único hijo -69- accionar y sin dar paseos por la escena, pedazos de música escogida, volvería a despertar el apetito musical de los muchos aficionados; esto facilitaría la idea de abrir un abono condicional sobre la base del terceto; tenían tenor, tiple y barítono; se traería contralto, bajo y coros, y se podía arreglar otra campaña que bastase para pagar trampas, y esperar con menos prisa y afán alguna contrata en otra parte. Para poner por obra el proyecto, había que contar con algún indígena que tomara la iniciativa. Nadie como Bonis. Serafina se encargó de rogarle que lo tomase por su cuenta. Dicho y hecho. Aquella tarde, entre las caricias de un amor apacible y de intimidad serena, la Gorgheggi suplicó a su amante que apadrinase
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